Capitulo I.3
LOS FÍSICOS

Después de los escritos de Parménides, los filósofos se encontraron ante un difícil problema: la razón desmentía a cada paso lo que los ojos veían. El movimiento era negado con argumentos irrebatibles (y que aún hoy dan dolores de cabeza a algunos). El movimiento era, en el pensamiento primitivo, inherente a la naturaleza. Negarlo implica un cambio radical de la mente humana. Y esta nueva forma de ver el universo, que se propagó paulatinamente, era tan original como asombrosa, para los pensadores de la más remota antigüedad. Lo cierto es que a partir de Parménides se suponía lo opuesto: la materia es inerte y se necesita alguna fuerza externa para animarla. Según George Thomson: “La nueva suposición reflejaba la contradicción principal de la nueva etapa de la sociedad griega: el antagonismo entre hombres libres y esclavos. “[87] Los filósofos trataron de conciliar los puntos de vista de Parménides y sus discípulos, con la evidencia de los sentidos y la posición de los jónicos. Empédocles propuso que el cosmos estaba formado por cuatros raíces que dos fuerzas (amor y discordia) mantenían en movimiento. Anaxágoras propuso que las semillas en infinito número componían el mundo, y eran puestas en movimiento por un tipo especial de fuerza: la inteligencia. Estas soluciones fueron creadas “para mantener la realidad del mundo perceptual sin caer en las trampas de la lógica eleática”[88] La razón fundamental por la que menciono a estos filósofos es porque son antecedentes directos de la teoría atomista. Anaxágoras y Empédocles apenas deben ser mencionados en un trabajo como éste, debido a que su relevancia en el campo de la ética no es notable, al menos hasta donde mis investigaciones han llegado. Pero siendo fuentes teóricas de la obra de Demócrito, le cedimos algo de espacio en estas páginas. En especial, el sistema de Anaxágoras, como precursor del Abderita, es digno de mención.
La doctrina de este pensador, surge como reacción al poema de Parménides y las paradojas de Zenón de Elea y Meliso. Después de los razonamientos de Parménides, la pluralidad y el movimiento no podían ser aceptados sin dar alguna explicación de los mismos. De lo contrario, quedarían reducidos a mera apariencia. Anaxágoras propuso una solución creativa a estas dificultades, y los atomistas luego llegaran a otra; la diferencia fundamental entre ambas, radica en que la primera es de índole cualitativa, y la segunda tiene carácter cuantitativo. Esto quedará aclarado en breve. Según la primera de las dos teorías, al principio sólo existía una mezcla homogénea, en la que se encontraban reunidas todas las cualidades. En cierto momento surgió un torbellino en la masa descrita y las cualidades se separaron. Para entender cómo esto es posible, hay que saber que las cualidades estaban formadas por gérmenes o semillas[89] (la traducción no puede ser más que aproximada). Estas semillas poseen la cualidad correspondiente, son infinitamente pequeñas y en número también infinitas. Esta partículas, bajo la acción del movimiento concéntrico, y en virtud de la ley según la cual lo semejante se une a lo semejante, se unieron formando partes discretas, de una cualidad determinada cada una. Conviene notar que si el número de semillas es infinito, las cualidades no lo son (aunque, según Anaxágoras, tampoco el número de cualidades puede ser determinado con precisión), y, además, que las cualidades corresponden a los opuestos (frío, calor, seco, húmedo, etc.) que tradicionalmente usaban los jónicos. Finalmente, las partes discretas de cualidades se mezclan entre sí, y dan lugar a los cuerpos visibles. La mezcla de cada cuerpo, requiere que todas las cualidades estén presentes, para que aparezca lo real concreto.
Esta explicación de la formación del mundo, puede resultar muy confusa a los ojos modernos, y en cierto sentido lo es, pero se puede comprender mejor si se tiene en cuenta que la cualidad y la cantidad no estaban totalmente delimitadas aún en el pensamiento teórico. Este hecho se destacó páginas más arriba en este mismo trabajo, al hablar de los números pitagóricos: incluso los números, para estos hombres, estaban permeados de cualidad. Otra confusión presente en las nociones pitagóricas era la siguiente: se identificaba la realidad corpórea, con los cuerpos matemáticos. Zenón atacó esta posición diciendo que, si cada punto carecía de dimensiones, es imposible que un conjunto de puntos, por grande que fuera, tuviera alguna dimensión. Con esta paradoja aniquilaba la pluralidad en los cuerpos físicos. La respuesta de Anaxágoras es aceptar la infinita divisibilidad de la materia. Pero no importa cuanto se avance en el proceso de división, la materia siempre tendrá alguna dimensión física, nunca se volverá pura nada, nunca será un punto carente de dimensiones espaciales. Ahora bien, no importa cuan pequeña sea la porción de materia que tomemos, siempre estará compuesta por todas las cualidades, mezcladas en proporción distinta. Lo que hace absolutamente imposible aislar una de estas cualidades. Anaxágoras cumple con las condiciones parmenídeas al eliminar el devenir que surge a partir de la nada. El conjunto primitivo contiene en sí todo lo necesario para formar el mundo, de manera que el ser, no surge de su opuesto.
También reconoce la necesidad de explicar el movimiento, y da como razón del mismo al pensamiento. Este principio difiere de todas las demás cualidades en que no se mezcla con ninguna. Esta característica le permite ejercer su influencia sobre éstas y ordenar el mundo visible. Dispuso la evolución del universo y las órbitas de los astros. Este espíritu es, al mismo tiempo, un principio de orden intelectual, que conoce la razón de todo cuanto existe. Es, en pocas palabras, el alma del mundo. Y como tal tiene los atributos de su dignidad: infinito, autócrata, eterno y “él mismo por sí mismo”. Pero si bien es cierto que existe cierto matiz religioso, pues denomina divino al espíritu, estas características le son dadas en virtud de consideraciones físicas. Es infinito, pero no sólo porque constituya una realidad ilimitada en cuanto cantidad, sino porque no se conglomera en cuerpos discretos, y permanece siempre en estado de semillas, siendo por tanto, imposible cualquier delimitación y medida. No es, sin embargo, evidente cómo confirió el movimiento al caos inicial, y por qué después el espíritu desaparece casi por completo, siendo causa del devenir la unión y desorganización mecánica de las semillas.
El origen de los hombre y plantas, como el del cosmos, es también evolutivo. El alma de los hombres es parte del principio que rige el universo. El espíritu al inicio se hallaba difundido en toda la masa homogénea y caótica, pero luego se fue localizando en los seres vivos. Pero como el espíritu es totalmente homogéneo, cualquier diferencia de espiritualidad entre los animales y hombres, se debe a la evolución de sus organismos. Es brillante la intuición de que los últimos son más inteligentes que los brutos, porque poseen manos. Toda esta reflexión se puede considerar un precedente, de la especulación de Demócrito sobre la humanidad y su historia.
Su genio está patente es sus observaciones físicas sobre los astros, los eclipses, la formación de los vientos y el arcoíris, y la definición de la materia a partir de un conjunto de cualidades, sin necesidad de admitir substrato alguno que le sirviera de soporte. En general, la cosmología de Anaxágoras es un hito en la filosofía antigua. Como opina Juan Martín, al que dejo la pluma: “No hay dudas de que la cosmología de Anaxágoras era mucho más racional que la de casi todos sus predecesores”[90]. El proceso de racionalización del cosmos ha progresado mucho con este filósofo, y la visión mítica del mundo, está en jaque. El pensamiento teórico ha alcanzado abstracción y profundidad suficientes, para rebasar las fronteras del alma.
Ocupémonos ahora de la teoría atomista. Esta corriente fue desarrollada por dos pensadores: Leucipo y Demócrito. Resulta casi imposible la tarea de individualizar a estos pensadores. Además de que del primero sólo ha sobrevivido un corto fragmento, las afirmaciones que nos han llegado sobre el atomismo, por lo general, recaen sobre ambos sin distinción. Ya en la antigüedad, sus respectivos aportes eran confundidos, parece que sólo Teofrasto y Aristóteles eran capaces de diferenciarlos (aunque entre ellos el acuerdo no es completo tampoco), y los doxógrafos posteriores acabaron ignorando a Leucipo. Su propia existencia física ha sido puesta en duda por críticos modernos. No obstante, respetemos el criterio de Aristóteles, que afirmaba que la paternidad del atomismo se debía a Leucipo, y tratemos de delimitar la enseñanza de éste, y el desarrollo posterior de la teoría en la obra de Demócrito.
Como creador del atomismo, Leucipo debe haber sentado las bases fundamentales de la teoría: los átomos y el vacío. “Leucipo de Mileto argumentó, primero, que el universo estaba compuesto de un infinito número de partículas, cada una de las cuales poseían las propiedades del Uno de Parménides, y, segundo, que estas partículas se estaban combinando constantemente en el curso de sus movimientos en el espacio vacío, que él identificaba con el no-ser de Parménides.”[91] Los átomos son pequeñas partículas de materia, indivisibles, que Leucipo consideraba infinitamente variadas en cuanto a su forma (idea que luego abandonó Demócrito) y son como pequeños ladrillos de los cuales se compone el universo. Comparten los atributos del ser parmenídeo, están completamente llenos, carecen de cambio interno, son impenetrables y eternos. Se ha dicho que el atomismo no es otra cosa que la pulverización del ser parmenídeo. El vacío se identifica con el no-ser. La combinación de los átomos, da lugar a los cuerpos físicos. El devenir es producto de la unión y separación de estas partículas diminutas.
Se puede afirmar que el atomismo es, en primer lugar, un intento de solución de los problemas planteados por los eleatas; de ellos surgen y se alimentan sus concepciones. El devenir evidente, la fugacidad de los fenómenos, es cierta. A un nivel más profundo de la realidad estas manifestaciones desaparecen, no existen el nacer y el morir. Todo se desarrolla de acuerdo a las interacciones mecánicas de los átomos. Estas partículas indivisibles se combinan y se separan, esto provoca el nacimiento y la muerte que se verifican en el universo[92]. Esta solución, aunque parece acertada para resolver la incompatibilidad entre la evidencia de los sentidos y la razón, no resuelve las aporías de Zenón. El abismo que abriera Parménides entre los sentidos y la razón queda resuelto. Es sencillamente un problema de extensión, allí donde los sentidos no llegan por la mínima extensión de los fenómenos, la razón los sustituía. Pero la aporía de Zenón sobre la imposibilidad del movimiento (que puede elaborarse así: es imposible que un cuerpo recorra una distancia, que consta de infinitos puntos, en un tiempo finito; la contradicción de que una finitud sea intrínsecamente infinita, queda insuperada) sigue siendo irrebatible, no importa cuan pequeños se hagan los cuerpos que intervienen.
Para Leucipo resulta evidente que el movimiento de los átomos es eterno, y que incluso carece de sentido preguntarse por su origen. Si los átomos y el vacío han existido siempre, no tiene importancia aceptar que el movimiento también. A diferencia de los sistema de Anaxágoras y Empédocles, que suponían un estado inicial de reposo universal, Leucipo suponía que la materia ha estado siempre en movimiento. La dirección de los desplazamientos es fortuita, al menos, ninguna fuente revela que el pensador dijera otra cosa. Esto se puede considerar un paso atrás, desde el punto de vista que refuerza una idea tradicional de la mentalidad primitiva, pero la aceptación de la existencia del vacío es, sin embargo, un impulso dado al pensamiento teórico hacía el futuro. La única forma en que se reconocía la existencia de los cuerpos era la física, Leucipo, en cambio, no ve problemas en aceptar la existencia del vacío aunque carezca de presencia corporal.
No podemos resumir la cosmología de Leucipo en estas páginas; sobre todo, porque carece de originalidad y nos aleja de la ética. Sus opiniones al respecto tienen gran afinidad con las de los jonios. También presenta rasgos que la vinculan con la de Anaxágoras, pero se trata precisamente de los detalles menos atinados de la doctrina de ese pensador, y en general no presenta el rigor científico ni sistemático de la misma. Llama la atención que en el marco de una teoría tan original como la del atomismo, el filósofo haya creado una cosmología tan endeble; casi subordinada a los puntos de vista superados de los jonios. Que un espíritu tan lúcido acepte de manera acrítica estas opiniones. Que haya rechazado las agudas observaciones, y los aportes de Anaxágoras y Empédocles, con respecto al mundo natural. Que no supiera apreciar el abandono del geocentrismo por parte de los pitagóricos, aún cuando se ajustaba como guante a sus propias ideas, pues Leucipo proponía la existencia de muchos mundos. Estos dilemas se dilucidan cuando se nota que la intención del filósofo no era positivista (permítaseme el uso de la anacrónica terminología). Su interés por la física naturalista era secundario, pues su primordial esfuerzo era ontológico. Su teoría nace de las ideas de Parménides y tiene el mismo carácter que éstas. “El atomismo de Leucipo, que más que la explicación del devenir, de la generación y la corrupción en función de un principio básico permanente, lo que pretende es alcanzar la dimensión última de lo existente, el fundamento metafísico de la realidad”[93]. Desde este punto de vista, no tiene nada de extraño que el filósofo volviera los ojos al Asia Menor, para completar con el caudal común de los filósofos anteriores, los puntos más débiles de su propio sistema. Tampoco resulta extraño que no comprendiera en su efectiva importancia los aportes de otros físicos, siendo como era, un espíritu preocupado por las profundidades ontológicas.
El atomismo debió esperar a la llegada de Demócrito (y por último Epicuro) para abandonar el lastre de las vetustas concepciones. Sólo entonces se le dio entrada a las nuevas corrientes físicas de la época, y el sistema se volvió más coherente y orgánico. La aptitud para la observación científica, contrarresta la mentalidad apriorista y metafísica de Leucipo. La teoría cobra la unidad y armonía, que en balde buscó su fundador. Sólo entonces, cabe estimar al atomismo, fecundamente desarrollado, como la culminación de la especulación griega hasta el advenimiento de Platón.
Demócrito nació, probablemente, en el año 460 ane. Desde el punto de vista cronológico, resulta erróneo considerarlo un presocrático, pero además, existe en su pensamiento tal amplitud de miras, que lo aparta irremisiblemente de la estrecha definición de presocrático. Es indiscutible que se enfrenta a problemas de sus predecesores. La problemática sobre la unidad y la pluralidad, el ser y el devenir, no le son ajenas. Pero “en el tratamiento de estos temas aparece una orientación metodológica completamente nueva: la de la búsqueda de las causas (...) como un procedimiento sistemático de definir y demostrar la existencia de aquellos supuestos inobservables que explican correctamente los fenómenos. Y por otro lado, se ensancha el campo de sus meditaciones con la inclusión de las preocupaciones éticas y políticas que, como síntoma de los tiempos, tanta preponderancia alcanzarán en su conciudadano Protágoras y en Sócrates“[94] Otro elemento a destacar es el crecido número de obras dedicado a cuestiones no relativas a la física[95]. De su descomunal obra, comparable sólo con la de Aristóteles, nos han llegado la gran cantidad de fragmentos, la mayoría tomados de sus escritos éticos. Esto se debe sin dudas al gusto de épocas posteriores, en especial de la helenística. Bajo el nombre de Demócrates tenemos muchas máximas, que la crítica moderna considera salidos de la pluma del Abderita. De una simple revisión superficial de todos estos fragmentos, resulta que la extensión y profundidad de sus reflexiones sociales y morales, confirma una parte de nuestra hipótesis: que existió pensamiento en el período cosmológico. Aunque resulta problemático saber si Sócrates conoció la obra de Demócrito (es además probable que no la leyera nunca) y en este sentido resulta difícil afirmar que constituya un presupuesto del quehacer de aquél, lo que podemos casi dar por sentado es que no se ocuparon solamente de los astros los filósofos que caen bajo la clasificación de cosmológicos.
En las líneas generales, la teoría de Demócrito sigue las pautas sentadas por Leucipo, pero la descripción es más definida y pormenorizada. El vacío por ejemplo, toma definido carácter espacial. No es sólo carencia de cuerpo, sino también el lugar donde los átomos se mueven. Los principios de su doctrina son simples y estaban presentes de manera implícita o confusa, en pensadores anteriores. Demócrito logra desarrollar y precisar estas ideas de manera genial. El primero de estos principios: nada se crea de lo no existente, y nada se destruye volviéndose no existencia. Bajo la pluralidad de fenómenos observables hay un substrato invariable. La materia ni se crea ni se destruye. El universo en su totalidad ni aumenta ni disminuye, pues la generación y la corrupción, no afectan a los elementos últimos de que se constituye. “Lo que aquí se anuncia por primera vez de una manera plenamente consciente es el postulado de la conservación de la materia, que desborda el marco estricto del atomismo para convertirse en la clave de toda consideración científica de la naturaleza”[96]
Como se sabe, la palabra átomo significa in-divisible. Pero la razón de esta propiedad no radica en su pequeñez (de hecho Demócrito aceptaba que los átomos podían ser tan grandes como mundos) sino en la solidez de su estructura interna. Su dureza es lo que impide la divisibilidad. Carecen de partes separables, son unidades continuas y no agregados de porciones discretas, ya que no participan de vacío interno. Quizás esto es lo que el filósofo quiere resaltar al decir que los átomos pueden ser grandes como mundos. Este pasaje entraría en contradicción con otros donde dice que son invisibles. Quizás sólo reafirmaba (ya que se trata de un fragmento muy mutilado) que su indivisibilidad no tiene relación con el tamaño, sino con la solidez, y que cabe imaginar átomos inmensos sin caer en contradicción con el carácter indivisible de los mismos.
El segundo principio de importancia capital es el siguiente: todas las cosas del cosmos están ordenadas de acuerdo a la necesidad. Si bien ya Leucipo había anticipado esta concepción, diciendo que el movimiento de los átomos sólo puede explicarse a través de ellos mismos, sin buscar ninguna fuente exterior que los animara, “lo que reclama Demócrito es, en rigor, un estricto determinismo para el cosmos entero, el reino de la ley universal para todo lo existente.”[97] La ley rige, pues todo el cosmos, y la historia de éste es sólo el despliegue de lo ya dado en su constitución interna, a través del encadenamiento inevitable entre causas y efectos. El azar queda completamente fuera de su sistema. Dentro de las inevitables leyes del mecanismo universal, la indeterminación no juega ningún papel. Es necesario aclarar estos conceptos ahora, pues servirán de base cuando estudiemos su ética.
Tomemos por ejemplo la formación del universo. El mundo surge de un torbellino en el que la materia se ve arrastrada. Debido a la gravedad relativa de los cuerpos y a todo tipo de aventuras (en esto Demócrito fue mucho más explícito que su mentor) que no es necesario traer a estas páginas, se forman los cuerpos, astros y la tierra. La génesis de los mundos está determinada por la necesidad, aunque la formación del vórtice inicial alrededor del cual se estructura es accidental. Esto quiere decir que carece de finalidad, y que el conjunto de condiciones requeridas escapan al entendimiento humano. Esto es lo que significa el azar, la incapacidad del entendimiento humano, para comprender la causa de un fenómeno. Con respecto al hombre un accidente de tráfico puede ser casual, en el sentido de que era imposible preverlo. Pero el accidente está, no obstante, sujeto a las leyes generales e inflexibles del mundo. El azar no es la indeterminación interna de los objetos, sino la indeterminación subjetiva, en contraste con la objetiva contingencia del universo. Por eso, en la mente de Demócrito, no son contradictorios los conceptos de azar y necesidad. El torbellino inicial es puro azar porque no responde a ningún plan predeterminado, y porque las causas últimas del mismo permanecen inaccesibles; pero está desde el principio al fin regido por leyes necesarias. Más que el azar, es el destino el que no juega ningún papel en su sistema. Las concepciones teleológicas del mundo le son ajenas. Así mismo, la divinidad no representa ninguna fuerza positiva dentro del cosmos. Incluso, de existir los dioses (que no parecen tener una existencia auténtica en el marco de sus ideas) no tendrían más suerte dentro del atomismo que los demonios. Los cuales no tienen nada de sobrenatural; no pasan de ser imágenes, pura materia inerte, y cuya acción no dimana de la voluntad personal, sino del proceso físico inevitable. Estas son conclusiones importantes para la ética.
Otra concepción que le era extraña es el panpsiquismo. Para explicar esto es necesario revisar sus ideas sobre el alma. Al igual que otros pensadores jonios, pensaba que el alma era algo material. Su característica esencial es el movimiento, que se deriva de la figura y dimensión de los átomos que la componen, y no de otra potencia cualitativa. Los átomos del alma están dispersos por todo el organismo y al moverse entre los otros animan el cuerpo entero. La materialidad del alma implica su mortalidad. Como cualquier otro agregado está sujeto a leyes mecánicas y debe disolverse eventualmente. Cuando afirma que todas las cosas participan de alguna especie de alma, no sugiere la existencia de algún hilozoísmo como el de los pensadores anteriores, ni como el de los estoicos después. No hay lugar para hablar de un alma del mundo, que diera sentido a la existencia del mismo, en una teoría estrictamente mecanicista. El atomismo es “el único sistema filosófico que descarta por completo ese pampsiquismo que, de forma más o menos latente, atraviesa toda la historia del pensamiento griego.”[98] Las ideas de Demócrito andan por otros parajes, afirma sencillamente que en todos los objetos sensibles hay cierta cantidad de átomos esféricos, susceptibles de convertirse en alma o fuego. La identificación del alma con el fuego, tiene sentido cuando se considera que el fuego es el elemento más incorpóreo y por tanto sus átomos los más finos. Además parece estar animado. De forma que la naturaleza del alma es, de cierta forma, ígnea. Pero el alma como entidad concreta, dotada de conciencia y sensación, desaparece cuando muere el organismo, pues sus átomos se disgregan por el aire; siendo inadmisible que se conserven como un conglomerado y salga del cuerpo formando un todo individual.
En la gnoseología atomista no hay contradicción entre el pensamiento y la sensibilidad. La inteligencia puede inferir las causas de los fenómenos visibles y sustituir a la sensibilidad allí donde, por la magnitud de las manifestaciones, es imposible apoyarse en la percepción. Los datos suministrado por los sentidos nos permiten deducir las causas últimas de lo que observamos. Y estas deducciones son legítimas, así como se pueden verificar las construcciones mentales con las observaciones. La verdadera oposición se halla entre el conocimiento legítimo y el conocimiento bastardo. Los fenómenos son la expresión concreta de la realidad inaccesible a los sentidos: los átomos y el vacío. El mundo sensible posee, además, las mismas características esenciales que los átomos: forma y tamaño. Mientras se basa en estos elementos reales, el pensamiento no yerra. Pero en el mismo momento en que se aceptan y se otorga realidad a cualidades que no pasan de ser una convención, como el color y el sabor, se pierde en el mundo arbitrario del conocimiento bastardo. Atribuir existencia objetiva, a lo que permanece al margen de las propiedades primordiales que distinguen a los átomos, es un error que conduce a la ignorancia. Esta es la primera vez que las cualidades de los cuerpos son divididas en objetivas y subjetivas. De manera estrictamente lógica, el pensador de Abdera establece que las cualidades objetivas de los cuerpos son la forma, y el tamaño. Las otras cualidades que atribuimos a los cuerpos son relativas al hombre que los juzga. Por eso cambian de observador en observador, y de acuerdo a las condiciones y estados particulares en que se acerquen a los objetos. Esta aguda intuición de Demócrito, como tantas otras que tuvo, cayó en saco roto, debido al desarrollo de la física de su tiempo.
Es digno notar la coherencia que su antropología guarda con respecto al resto del sistema. Al igual que en la física, desecha cualquier forma de finalismo, o actividad de los dioses. Desde el mundo atómico hasta el mundo humano, sólo ve la complicación del proceso inexorablemente regido por leyes. Hay una perfecta continuidad desde la materia inerte hasta el mundo orgánico. La tierra pasa por distintas etapas, y a medida que las condiciones cambian, la vida también varía. Los factores externos influyen en el desarrollo de las formas animadas, y en cierto momento posibilitan la existencia de la humanidad. Cuando el hombre surge, no se adivina en él la “naturaleza política”, por el contrario, los hombres vivían de manera “irregular y salvaje”. La hostilidad del medio los obliga a unirse y de esta unión surgen el lenguaje y las ciudades. Poco a poco fue descubriendo la técnica necesaria para sobrevivir, aprendiendo por la necesidad: que enseña todo lo que el hombre necesita saber de todas las cosas. Las concepciones de Demócrito asombran por su actualidad. Son las ideas que albergan nuestros contemporáneos cuando no han leído mucho sobre el tema. Tan comunes en el siglo XXI, fueron total y absolutamente geniales en el siglo V ane, como se comprende de inmediato. El desenvolvimiento gradual de la humanidad hasta llegar a las alturas alcanzadas por los griegos, se explica con sencillez y concisión. El contraste con las tradiciones de su momento histórico es agudo como navaja. La mitología, desde que quedó relativamente establecida por Hesiodo, suponía una Edad de Oro en la que los hombres eran superiores en todo aspecto a los hombres del presente. Frente al pesimismo implícito en estos mitos, se alza el optimismo de Demócrito con su visión realista de la historia humana. El hombre primitivo era salvaje e inferior al actual. Se encontraba a merced de los animales, sin casa fija, sin medios de subsistencia, etc.
El habla tampoco es un don innato del hombre. En los primeros tiempos de su existencia, se expresaba poco más o menos como las bestias. Con el surgimiento de las primeras comunidades humanas, se hace necesario una forma de expresión más compleja y precisa. Como instrumento de comunicación el lenguaje debe adaptarse a las nuevas y amplias relaciones suscitadas. Surge en primer lugar como un consenso entre los miembros de los distintos grupos. El sentido de los términos es convencional. Esto explica la pluralidad de lenguas existentes. El lenguaje es pues, un producto de la sociedad y un requisito indispensable para la cooperación entre los individuos. La tesis habitual entre los griegos era que entre los vocablos y la esencia de los fenómenos a los que se referían los mismos, había cierta conexión intrínseca. Esta idea la habían sostenido los pitagóricos y Heráclito. El lenguaje para éstos tenía un origen natural. Esta tesis sostenida por Platón en el Cratilo, llegó a ser aceptada por la generalidad de los pensadores posteriores, e incluso un tanto mitigada por los propios epicúreos. Como consecuencia de ella se llegó a la investigación de los fenómenos a través de la etimología y el significado de las palabras. Para Demócrito el sentido de las palabras es social. Se hace necesario el estudio de la sociedad primitiva para entender, a la luz de esta realidad, el sentido de los términos. Jamás podrá suplirse la observación directa de la naturaleza, por la investigación lingüística.
Este enfoque histórico se revela también en su análisis del fenómeno religioso. Después de barrer de su sistema cualquier idea referente a la divinidad, queda explicar la presencia de la idea misma de Dios en la mente humana. La religión es también una hija de la sociedad, como el lenguaje y la técnica; y aunque carece de realidad su referente, no por ello deja de tener sentido y necesitar explicación. Su causa es igualmente natural, y radica en el terror y estupor producidos en el hombre primitivo por las maravillas del universo. El por qué de las ideas religiosas en el espíritu humano, es de índole psicológica. Ante la presencia de fenómenos totalmente inexplicables, el hombre primitivo forjó innumerables dioses y demonios. La noción de la divinidad queda resuelta desde el punto de vista científico. En vez de volverse apoyo para la reflexión filosófica (que más de una vez la ha usado como apaga-fuegos, para las respuestas difíciles) como era costumbre entre sus contemporáneos, Demócrito la pone en perspectiva histórica y la “diseca”, como a cualquier otro ente natural. Incluso propone una división de la historia de la teología en tres etapas históricas bien diferenciadas. Pero esto último escapa por completo al tema de mi tesis.
Después de este suscinto recorrido por la filosofía de Demócrito, llegamos por fin a la que es, desde el enfoque de esta tesis, la parte fundamental de su doctrina: la ética. No cabe duda, por la profusión de fragmentos que se conservan, que dedicó un buen esfuerzo a esta rama de la filosofía. La exposición, aunque sea sólo descriptiva, de todas las ideas contenidas en estos fragmentos seria, no sólo tediosa, sino excesivamente extensa. La producción del Abderita es suficiente para todo un tratado. El carácter parcial y desgreñado que presentan las máximas, por otro lado, obligan a una tarea de interpretación seria y difícil. Es necesario, por tanto, para no agotar el espacio de que disponemos y mantener la propia coherencia expositiva de este trabajo, entrar en el laberinto de conceptos y nociones, y tratar de distinguir las ideas fundamentales, alrededor de las cuales se organiza el todo. Mucho se ha escrito sobre la incoherencia entre la teoría atómica y sus concepciones morales, pues ésta es la impresión que a primera vista se recibe. En mi opinión, se han exagerado un poco las grietas que separan la ontología y la ética de Demócrito. Sería extraño que en un pensador tan coherente como éste, la frontera entre aquéllos campos estuviera custodiada por la contradicción. Aunque no sea evidente, debe existir alguna relación entre sus ideas teóricas sobre los átomos y sus concepciones éticas. Nuestro análisis parte de estas reflexiones, y las confirma en el estudio de las idea rectoras de su doctrina moral.
Uno de los conceptos cardinales de Demócrito es la alegría. Se considera el fin de la vida y esfuerzos humanos. Técnicamente hablando, la palabra fin es una anacronismo, ya que pertenece al lenguaje aristotélico, y es en todo sentido posterior al abderita. Diógenes Laercio la usó a tono con sus propias ideas, y no tuvo en cuenta el largo período histórico que va desde Demócrito hasta él. Pero el sentido en que se emplea es claro. “Se trata, en efecto, del summun bonum, de la felicidad a la que aspiran todos los hombres”[99] La alegría ha sido identificada con innumerables conceptos ya desde la antigüedad misma, los recopiladores e intérpretes usaron las más disímiles ideas para definir la alegría. Diógenes Laercio, la identifica con la paz interior, y a tono con él, otros la hacen coincidir con la imperturbabilidad. Esta es una noción propia del científico dedicado al estudio del universo y de la sociedad. Se ha usado este carácter de la reflexión, con olor a monje y hermita, para describir a los pensadores presocráticos. Pero hay que tener en mente la parcialidad de esta imagen, pues no se ajusta tampoco a todos los pensadores. Más allá del lo acertado o no del símil, tiene fuerza y vivacidad, pues se halla confirmada por numerosas anécdotas. “La imperturbabilidad se refiere a un aspecto más definido de esa misma ausencia de agitaciones e inquietudes en el alma: es el reposo final, la tranquilidad serena y consciente, como última etapa tras la animosa victoria sobre los deseos.”[100] Otros filósofos posteriores unen la alegría a nociones como armonía, simetría, justo medio. Resuenan así en la doctrina de Demócrito las voces de los sabios. La idea de la medida, como se ha visto, es muy persistente en la filosofía más antigua de Grecia. Vuelve una y otra vez como la fórmula perfecta para la vida del hombre, y el atomismo cierra filas con esta tradición. Aún otros pensadores identifican la alegría con el bienestar que abarca la propiedad material y el sentimiento de complacencia que surge de la prosperidad. La intrepidez también es uno de los elementos usados, y se refiere a la audacia en el pensamiento, a la osadía de investigador y a la confianza en el juicio científico que avanza hacia la verdad. Todos estos son valores significativos de la alegría, que se complementan más que contradecirse.
Diógenes Laercio aclara tajantemente que la alegría no se identifica con el placer. Entonces surge la interrogante : ¿qué relación guarda con el mismo? Sabemos por los testimonios de algunos intérpretes, que la palabra alegría tenía estrecha relación con la selección ponderada de los placeres. Demócrito mismo nos dice que el placer y el dolor son los “límites” de lo ventajoso y lo desventajoso. “Agrado y desagrado son límites de lo conveniente y de lo inconveniente”[101] De forma que el placer se identifica con el bien en general, y el dolor con lo malo. El hecho de sentir atracción o repulsión frente a un objeto determinado, es la prueba más inequívoca del signo valorativo que merece. “La alegría queda de esta manera reducida a desempeñar un papel secundario y derivado; porque no es ella el objeto principal de la ética que deba buscarse por sí misma, sino el resultado de una modificación de esa tendencia incontestable hacia el placer. El placer debe elegirse y el dolor debe evitarse, pero en la correcta discriminación de los placeres es en donde únicamente puede radicar la felicidad. La alegría, aún siendo originariamente distinta del placer, puesto que éste es en sí mismo algo universal e indiferenciado, llega a convertirse, merced a este proceso, en la forma más refinada y auténtica del placer. Expresado en otras palabras, cabría decir que el placer es el bien objetivo y en abstracto, y la alegría el bien subjetivo y concreto.”[102]
"Discreto es quien no se aflige por lo que no tiene, sino que se alegra por lo que tiene."
Demócrito de Abdera (460 - 360 AC)
Hay también un esbozo muy rudimentario de jerarquizar los placeres. En cierto sentido preludia la jerarquización que establecerá Epicuro, pero no es tan complicada como las clasificaciones que más tarde hará éste. Se distinguen los bienes corporales de los espirituales, y se dice que estos últimos son superiores. “El que elige para sí los bienes del alma, elige para sí los más divinos; quien los de la casa del alma elige, elige los humanos”[103] Su superioridad no radica en ninguna diferencia de carácter cualitativo, sino en que los placeres corporales arrastran consigo la impronta del dolor y deben ser siempre renovados. Estos placeres no son rechazados en cuanto tales, pues la sensibilidad y el pensamiento comparten una naturaleza idéntica, sino porque carecen de la seguridad y continuidad de los goces del alma. Por otra parte el rechazo es parcial, no podemos privarnos por completo de los placeres corporales, debido a nuestras ineludibles necesidades físicas; se deben entonces permitir en la justa medida; pues: “Si se sobrepasa la medida, lo más agradable se vuelve sumamente desagradable”[104].
El problema de discriminar en los placeres su contenido doloroso, y establecer así la mayor o menor cualidad hedonística de las elecciones viables, es de muy difícil solución. Demócrito nos brinda ciertos cánones para poder escoger con prudencia entre los distintos placeres. Estos parámetros se estrechan en círculos concéntricos hasta establecer la licitud o no de nuestras preferencias. El primero se refiere a la utilidad: no se debe aceptar nada placentero que no sea provechoso. Hay que distinguir entre placentero y placer, pues de lo contrario se caería en un círculo vicioso. El placer sería norma de lo provechoso, y a su vez lo provechoso norma de lo placentero. Pero esta paradoja se disuelve cuando se advierten las diferencias entre los dos conceptos. El placer se refiere a lo agradable, y es en la esfera de la ética el equivalente a lo fenoménico, o sea, criterio de certeza. Al igual que se distinguen cualidades en el mundo físico, unas objetivas (peso, figura y tamaño) y otras subjetivas (olor, sabor, etc) que son mera apariencia, en el universo ético el placer se refiere a lo agradable y es real, mientras que lo placentero se identifica con la simple apariencia. Como se puede observar hay más conexión entre la ética de Demócrito y su física, que la que a primera vista se nota. Después de está pequeña explicación, se puede afirmar que todo lo agradable es útil y, por ende, generador de placer. En cambio, no todo lo placentero es útil, dentro de cuyos dilatados márgenes debemos aceptar sólo aquello que realmente produzca placer, y esto es lo que comporta alguna utilidad real. ”La belleza puramente física, por ejemplo, será tan sólo placentera, puesto que es inútil, causando a lo sumo un deleite estético que no influye para nada en la felicidad.”[105]
El criterio de utilidad, en si mismo, requiere de otras restricciones. El interés material es abandonado, el afán desmedido de lucro también, debido a que los bienes materiales deben ser postergados en virtud de la superioridad de los espirituales. O sea, adquirir honores y monedas por medio de la rapiña y la injusticia, es totalmente censurado por Demócrito, como cosas placenteras, pero no placer. La utilidad debe doblegarse también frente a la oportunidad. Los objetos que resultan placenteros, pueden ser útiles o no, de acuerdo a las circunstancias en que nos encontremos. “De las mismas cosas de que se nos originan los bienes, de esas mismas nos pueden venir los males, y de tales males podemos evadirnos; que las aguas profundas para muchas cosas son útiles, y para otras son malas, pues son un peligro de ahogarse. Con todo se ha encontrado un recurso: aprender a nadar.”[106] La última oración es una sutil broma, o una ironía muy fina, no en balde llamaron a Demócrito el filósofo alegre. Algo que proporciona placer en la salud, puede ser perjudicial en la enfermedad. No hay en ellos una magnitud constante de utilidad, sino que esta dependerá de la oportunidad. Tanto los bienes corporales como los espirituales que se nos manifiesten como placenteros, deberán cumplir con la doble regla de la utilidad y la oportunidad.
Hay una tercera noción que estrecha el campo de elección de los placeres: la moderación, el punto medio entre exceso y defecto. Si se traspasa el límite de la medida, las mejores cosas se pueden volver las peores. “El buen ánimo se les engendra a los hombres de la mesura en los placeres y del comedimiento en la vida. Que las deficiencias y superabundancias se complacen en inmutar el alma y producir en ella grandes conmociones. Y las almas que se mueven entre extremos demasiado distantes no están equilibradas ni están de buen ánimo.”[107] Como hemos visto en el párrafo anterior, los objetos pueden cambiar de signo moral, de acuerdo a si la oportunidad les es propicia o no; igual ocurre con la medida. En el plano ético, para Demócrito, sólo son posibles los sentimientos de agrado y de desagrado. Los extremos, tanto por exceso como por defecto, se identifican con el último. La medida, en cambio, proporciona el placer.
Así hemos llegado a la médula de la teoría moral del abderita. El principio básico para juzgar la conducta a seguir es el placer y el dolor: todo placer es bueno y todo dolor, malo. El problema de cómo se debe vivir queda reducido a escoger el mayor placer posible. Es necesario, para escoger con inteligencia, tener en cuenta que muchas cosas placenteras van acompañadas de dolor, y que muchas veces éste último supera con creces a la fruición inmediata. De modo que es imprescindible establecer en una comparación, los goces y problemas que los distintos placeres provocan, para seleccionar el mejor. De esta forma, por ejemplo, quedarían rechazados los placeres corporales que no satisfacen necesidades físicas; con esto se impone la represión de los anhelos desorbitados y violentos que a menudo nos asaltan. Es claro que el principio de utilidad rige este rechazo. Luego se aplica el criterio de la oportunidad, pues como se ha visto es imprescindible tener en cuenta el momento y circunstancias para juzgar sobre lo placentero. Pero “la pauta decisiva de selección estribará en el juicio equilibrado, en limitar los placeres ya aceptados y preferidos a la exacta medida de su perfección“[108].
¿Cuál sería el instrumento indispensable para llegar a la alegría, para llevar a efecto estas discriminaciones sucesivas? La respuesta de Demócrito a esta pregunta es simple: la prudencia. Es la posesión más preciada del hombre, y no es otra cosa que la rectitud del juicio, la razón y la sabiduría práctica. “Por la tres veces nacida, Minerva, se significa la Cordura. Que de la Cordura se engendran estas tres cosas: aconseja bellamente, hablar impecablemente y obrar debidamente.”[109] Se trata de una cualidad mental que depende tanto de la educación, como de la naturaleza del individuo. La oposición entre la capacidad innata de juzgar rectamente, y la formada por el aprendizaje, es más aparente que real. La educación constituye una suerte de segunda naturaleza, pues al transformar al hombre, como el mismo Demócrito dice, crea su propia naturaleza. La capacidad innata del hombre no es tan estática que no pueda ser moldeada por la educación. Por añadidura, muchas veces la instrucción del hombre es la causa de las buenas acciones, más que sus instintivas inclinaciones. “Muchos más se hacen buenos por el ejercicio que por la naturaleza”[110] Se dan, en efecto, casos en los que la naturaleza del individuo no puede ser transformada totalmente por la educación, y las inclinaciones naturales se muestran; cuando esto sucede con un temperamento perverso, la maldad se manifiesta inevitablemente. De lo anterior se deduce que para obtener la mejor disposición es necesario que tanto el factor innato como el pedagógico, cooperen en un mismo sentido y se complementen.
La prudencia incluye tres aspectos diferentes e íntimamente vinculados: deliberar bien, hablar sin error y obrar lo que se debe. El primero de estos aspectos es el que reputa principal; es la función primordial de la prudencia. Si a la alegría sólo se llega a través de una serie de elecciones correctas, la prudencia es la posibilidad de tales aciertos. Pero debe estar sujeta a la medida: ni dudar mucho, ni actuar de manera irreflexiva, nos recomienda el pensador. No tiene ese matiz de indiferencia ante las humillaciones y dolores de la vida, que luego tendrá en los remotos discípulos del atomismo. Nos permite soportar con ánimo templado nuestras desgracias, y nos consuela de las injusticias y limitaciones inevitables de la existencia. Pero es, ante todo, una fuerza positiva. Tiene proyección hacia el futuro y las diferentes posibilidades del mismo. Nos permite prever los males antes que acaezcan. Y nos impulsa a realizar nuestros proyectos sobre las bases firmes, que la contemplación de las posibilidades brinda al entendimiento.
La prudencia incluye el uso atinado de la palabra. Por supuesto, sus preceptos fundamentales aluden a la mesura y la discreción. En numerosos fragmentos se encomian la concisión al hablar, así como recomienda la sinceridad en nuestras palabras. “Muchos de los que hacen las más vergonzosas obras se ejercitan en óptimas palabras”[111] Por otro lado, ataca la charlatanería y la adulación. Es también necesario tener en cuenta la ocasión al expresarnos, y esto nos recuerda los cánones para escoger el placer. “Propio de la libertad es decirlo todo; lo difícil es dar con el momento oportuno”[112] Las reflexiones morales de Demócrito son, sin lugar a dudas, bastante coherentes y orgánicas.
El hombre bueno no tiene oídos para las críticas y opiniones de los malos, pues tiene en sí mismo al juez más severo. Guiado por la prudencia debe actuar de acuerdo a su conciencia, que le indica lo necesario y lo debido. “No por miedo sino por deber hay que mantenerse alejado de las faltas”[113] El deber no es asumido como simple formalismo, como acatamiento de las instancias superiores. El bueno siente el deber como algo interno que lo empuja, incluso en la soledad, y cuando puede escapar del castigo, se abstiene de hacer el mal. Como se observa fácilmente, esta es en germen la idea de la autorregulación moral. “Ante sí mismo y primero debe avergonzarse el que hace cosas vergonzosas”[114] Esta revolucionaria concepción necesita de alguna fundamentación;y este filósofo nos brinda una de las primeras conceptualizaciones sobre la misma. La bondad es lo que dicta el deber, y necesariamente la mejor opción. Sólo a través de las buenas acciones se alcanza la felicidad; porque la injusticia siempre va en detrimento del que la comete. “El que hace la injusticia es muy más infeliz que el que la padece”[115] En el seno de la ética democritiana se encuentra siempre el egoísmo. En última instancia se persigue la obtención del placer para el individuo. Este egoísmo está matizado ciertamente, por la necesidad de elegir el mejor placer, que a veces nos obliga a abandonar dolorosamente nuestras inclinaciones. Si los intereses de dos individuos chocan, el instinto instaría a superar al otro de alguna manera, y conseguir lo que se quiere. Pero si para lograrlo debe cometer alguna injusticia, la prudencia impide el acto, porque lo placentero se volvería doloroso, nunca verdadero placer, en virtud de que la injusticia siempre es negativa. De forma que en la persecución de la alegría individual, se actúa de manera socialmente correcta. “De aquí que el hombre prudente no necesite sujetarse a las leyes, porque él obra por propia convicción, y las normas de la justicia coinciden con la rectitud de su voluntad.(...) Su línea de conducta no estará regida por la obligatoriedad de la ley, pues en su interior ya sabe cuál es el camino del deber”[116].
En la vida común del hombre hay un grupo de factores que pueden, al menos aparentemente, opacar la felicidad y sobre los cuales no tenemos control. Hablamos de las enfermedades y desgracias impredecibles que irrumpen hasta en la vida más mesurada, convirtiéndola en caótica. La introducción del azar como factor a tener en cuenta se hace necesaria, y aquí se ha visto una incongruencia con respecto a la teoría atómica. La física no permite la existencia de lo casual, donde todo está regido por las leyes fatales de la mecánica, pero en el mundo moral se permite. La inconsistencia que implica la eliminación de la determinación en una esfera de la realidad, y su aceptación más radical en otra, es la base de la contradicción que se viene analizando. La extensión de la necesidad al mundo moral, con la consiguiente predeterminación absoluta de los actos humanos, echaría por tierra la libertad y toda la armazón de conceptos morales. La opinión de Juan Martín y sus razonamientos tratan de salvaguardar a todo trance la organicidad de la filosofía atomista, y como ocurre a menudo en estos casos, hay momentos en que sus razones se vuelven subterfugios. No obstante, voy a seguirlo en su exposición y trataré de echar a un lado la hojarasca, pues sus puntos de vista son generalmente muy agudos.
Como antes se vio, los términos azar y necesidad no son contradictorios en el pensamiento de Demócrito. La formación del mundo se debe en cierta medida al azar, pero una vez puesto en movimiento el sistema, todo se rige por la ley de la necesidad. Los cuerpos siguen, no obstante, sujetos a nuevos choques; que pueden ser, en el estrecho marco de la interconexión causa-efecto para el cuerpo individual, de índole azarosa. El curso individual de las causas y efectos, puede ser desquiciado por la influencia de choques externos, y así estos tendrían sentido casual para el cuerpo, y sólo desde el punto de vista del mismo. Demócrito no elimina el azar en el desarrollo de los elementos particulares. El determinismo es, en realidad, incompatible con el destino. Este principio trascendente, sin conexión alguna con el encadenamiento interno de los fenómenos, se opone sustancialmente al principio de la causalidad. “La existencia de una fuerza externa que rige irrevocablemente el curso de los acontecimientos, de tal modo que resulta inútil cualquier esfuerzo por modificar lo que ineluctablemente ha de suceder, significa en efecto el repudio de toda determinación causal y de toda visión científica de la naturaleza.”[117]
La lógica de Demócrito es estricta y firme. Todo el universo es homogéneo en cuanto a sus leyes: si la determinación rige en el mundo atómico, habrá que postularla también para el moral. La libertad, por otra parte, no es imprescindible para el sistema del abderita. Como el error y el acierto dependen de nuestro conocimiento, una vez que estamos en posesión del saber, nos vemos arrastrados inevitablemente hacia la acción adecuada. La voluntad siempre se inclinará hacia el motivo más poderoso, de forma que la elección no es libre y espontánea, sino que resulta inevitable resultado de la prudencia. Otra cita que considero atinada es la siguiente: “No habrá lugar, desde luego, para sanción alguna extraterrena, pero el hombre seguirá teniendo responsabilidad: responsabilidad ante sí mismo, por el hecho de no haber sabido ser feliz.”[118]
Frente al azar se alza una vez más la prudencia. No cabe dudas que, para Demócrito, la fortuna es una excusa para la poca previsión de nuestras acciones, pues pocas veces lucha contra la prudencia. No obstante, en todo proyecto hay ciertos elementos que son de naturaleza impredecible. “Atrevimiento es principio de la acción; Suerte es señora del éxito.”[119] Por lo tanto, no debemos fiarnos en los buenos augurios y mezclarnos en muchas cosas, sino que debemos actuar dentro de nuestras posibilidades. La fortuna puede ser pródiga en bienes, pero suele ser también incierta y muchos de sus dones superfluos, mientras que la mesura y la prudencia traen lo necesario para satisfacer las exigencias de la felicidad, y por añadidura son de índole firme y estable.
La ética del abderita también tiene espacio para las virtudes tradicionales de los griegos. La templanza es bastante tratada: dice que una mesa de cebada y un lecho de paja, son los remedios más dulces para el hambre y el cansancio; y también afirma que la templanza aumenta las satisfacciones. “La templanza acrece lo deleitable y hace muy mayores los placeres”[120] La mesura en los goces es una exigencia, puesto que los excesos suelen provocar grandes males. La virilidad también tiene su parte, porque gracias a ella soportamos los embates de la fortuna adversa. “La virilidad hace pequeñas a las calamidades”[121] Tiene cierto matiz de ascetismo, pues más que vencer a los enemigos, consiste en doblegar las pasiones. “Viril es no el que domina en la guerra, sino el que se domina en los placeres”[122] Esto provoca una lucha dura y dolorosa consigo mismo, pero el hombre de valía puede ganarla. Se destaca como el concepto de virilidad guerrera se hace interno al individuo. Demócrito está inmerso en una sociedad cambiante, donde las virtudes de los héroes homéricos se rebajan. Las virtudes del ciudadano cambian con los nuevos ideales democráticos. Este aspecto se volverá a tratar cuando estudiemos a Sócrates.
La virtud, para Demócrito, es un medio, más que un fin. En rigor, ni la virtud ni la alegría son fines en sí mismas, pues ambas se dan por añadidura. El hombre busca ante todo el placer, y la elección correcta de los placeres lo hace virtuoso, como al cabo lo lleva a la felicidad. No hay nada en las virtudes que las haga intrínsecamente valiosas, puesto que en muchas oportunidades acarrean dolor podrían considerarse incluso malas, pero tienen cierta dignidad derivada de su función por contribuir a la obtención del más preciado placer. La templanza, por ejemplo, es apreciada en la medida en que contribuye a desechar los goces que acarrean consecuencias funestas. La virilidad, por otra parte, nos permite soportar el dolor y evitar mayores penas.
Estos aspectos de la virtud, se manifiestan también en la justicia. La sociedad surge de la necesidad de aunar las fuerzas en la lucha contra el medio hostil. En vez de los esfuerzos encontrados de los hombres entre ellos, se forma una comunidad para mancomunar a los individuos y hacer la vida tolerable para todos. “Y es precisamente ese esfuerzo general por la supervivencia, establecido por una especie de convenio tácito entre los miembros de la comunidad, lo que constituye la virtud de la justicia.”[123] No es pues una virtud deseable en sí misma, e incluso carecería de sentido si los intereses de los hombres no chocaran tan a menudo. Desde el punto de vista del individuo, la injusticia es deseable en ocasiones, pero dado que el hombre no quiere volver a los tiempos en los que la vida sin comunidad obligaba a una existencia azarosa y difícil, le es más conveniente resistir la coacción de la ley.
Demócrito era partidario de la democracia. “Democracia con pobreza es preferible a la renombrada prosperidad de las realezas; y es tan preferible cuanto lo es la libertad sobre la esclavitud.”[124] Pero propugna una actitud relativamente quietista al respecto, de autosuficiencia. La búsqueda de la felicidad individual nos aleja irremisiblemente de los negocios públicos, donde la vida puede sufrir percances de todo tipo e incluso verse amenazada. Por otra parte, es también imposible desentenderse por completo del bienestar ajeno, pues éste puede repercutir en el propio. De aquí que Demócrito aconseje aprender y enseñar el arte de la política, que es el más grande: “Que el arte de la política, siendo como es la suprema, hay que aprenderla y tomarse esta pena, que, por ella, vienen a los hombres las cosas esplendentes y grandiosas”[125] Además, el sabio debe aceptar las funciones estatales ocasionalmente, aunque sea para evitar que otros hombres menos preparados las ejerzan.
Estas mismas oscilaciones entre el ideal de inactividad autosuficiente, y el ineludible choque contra la realidad, se presenta en la vida familiar. Rechaza el matrimonio por las desventajas que trae aparejado, las inquietudes que ocasiona nos alejan de menesteres más importantes. Alega incluso razones médicas, ya que, a su juicio, el coito debilita el cuerpo. Los hijos también son denigrados. “No es preciso, ami parecer, hacerse con hijos; porque veo en ello muchos y grandes peligros y múltiples penas; que las flores bellas y buenas son pocas, y además pequeñas y frágiles.”[126] No sólo por los sinsabores y preocupaciones que constantemente proporcionan a los padres; sino también tiene en cuenta la educación de los mismos, que es muy problemática; y como no se puede asegurar su resultado, es preferible evitarla que educar incorrectamente. Para satisfacer la necesidad instintiva de ser padre, recomienda adoptar al hijo de algún amigo. Es una solución muy desenfadada, que tiene entre sus “ventajas” el hecho de que se puede elegir el hijo tal como lo quieras, y no el que la naturaleza de manera arbitraria te dé.
Tras esta ojeada a la ética de Demócrito se puede afirmar que no es inconsecuente con su doctrina física. Siendo así se debe concluir que el atomismo no es simplemente una doctrina cosmológica, sino que tiene incorporada también una visión del mundo humano: “no es sólo un sistema de explicación del universo, sino también una visión del cosmos y una manera de entender la vida. Es un saber integral que abarca a la vez el sentido –o la falta de sentido- del mundo y de la existencia humana.”[127] Su sistema puede considerarse la culminación más cabal del atomismo y probablemente la única teoría consecuentemente naturalista del pensamiento griego, debido a que extirpa toda intervención divina en el universo. Es, desde mi punto de vista, la más alta expresión del pensamiento filosófico hasta Platón. Su ética es netamente humana, pues queda barrida de la misma toda influencia de la divinidad y de lo irracional. Es con mucho, el sistema de reflexiones morales más completo, del período que ha sido llamado cosmológico.
Incluso el autor que cito al inicio de este capítulo debe reconocer a regañadientes que el juicio de Cicerón puede requerir de acotación en lo referente a Demócrito. Y es que la injusticia hecha a este último pensador salta a la vista de inmediato. Es hora de sintetizar las ideas rectoras de lo hasta aquí expuesto. Es cierto que las reflexiones cosmológicas de todos estos filósofos, tuvieron mayor trascendencia que sus ideas morales. En parte, porque la ética es un disciplina subordinada, y la historia de la filosofía considera en primer lugar las concepciones ontológicas y lógicas. Pero sobre todo, porque la objetivización del cosmos como algo opuesto a la sociedad, y la búsqueda de la sustancia primordial que unifica la pluralidad de fenómenos, dio como resultado dos conceptos claves para el pensamiento filosófico: el concepto de cosmos y el del ser. Obviar las reflexiones morales de los presocráticos, o sea, afirmar sencillamente que la preocupación ética no existía en ese período constituye una simplificación y una actitud simplista en el análisis valorativo sobre este pensamiento. Si se sigue a Cicerón al pie de la letra, se comete un error teórico. El cuestionamiento sobre la moral no surge con Sócrates por arte de magia, no aparece de la nada. Hay toda una historia del pensamiento anterior a él que refleja un interés por el asunto. Como se ha venido mostrando en este capítulo, la riqueza de las concepciones morales en ese período es notable. Si se desea rastrear el origen de las ideas éticas en la antigüedad, que la investigación de los orígenes de los problemas es extremadamente fructífera, es necesario tener en cuenta el período presocrático. Pongamos un ejemplo claro: ¿cómo entender el Epicureísmo sin referirse al atomismo presócratico? En fin, olvidar sin más las ideas morales de estos últimos, es desde el punto de vista histórico filosófico injustificado.
"El placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma."
Epicuro de Samos (341 - 270 AC)
[87] Thomson, George, "Los Primeros Filósofos", La Habana 1968. Pag. 347.
[88] Ibídem. Pag. 376
[89] En ninguno de los fragmentos que se conservan de Anaxágoras aparece la palabra homeomerías. Sólo a partir de Aristóteles se introduce el término, junto con una inagotable controversia filosófica. Las homeomerías aristotélicas son como partículas incorruptibles, diminutas e inengendradas, cuya naturaleza es la de las diferentes sustancias. Habría así partículas de oro, carne, huesos, etc. Se parecen mucho a los átomos, o mejor a las moléculas, y tiene más sentido dentro de la física aristotélica, que dentro del sistema de Anaxágoras. Parece que Aristóteles no comprendió bien el pensamiento de éste, o que lo expuso de manera equívoca adrede, para hacer más demoledora la crítica.
[90] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 38.
[91] Thomson, George, "Los Primeros Filósofos", La Habana 1968. Pag. 377.
[92] Aristóteles, con su habitual genialidad, critica demoledoramente esta concepción. La unión de los átomos se basa en el contacto, pero los elementos así unidos mantienen su individualidad. De esta forma resulta totalmente imposible que surja ninguna sustancia.
[93] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 47.
[94] Ibídem. Pag. 59.
[95] Se puede consultar la lista que de las obras ofrece Diógenes Laercio.
[96] Ibídem. Pags. 64 y 65.
[97] Ibídem. Pag. 65.
[98] Ibídem. Pag. 84.
[99] Ibídem. Pag. 126.
[100] Ibídem. Pag. 127.
[101] Buch, Rita, “Antología de Historia de la Filosofía”, La Habana, 1985. Pag.162.
[102] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 130.
[103] Buch, Rita, “Antología de Historia de la Filosofía”, La Habana, 1985. Pag. 151.
[104] Ibídem. Pag. 166.
[105] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 138.
[106] Buch, Rita, “Antología de Historia de la Filosofía”, La Habana, 1985. Pag.160
[107] Ibídem. Pag. 162.
[108] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 141.
[109] Buch, Rita, “Antología de Historia de la Filosofía”, La Habana, 1985. Pag. 148.
[110] Ibídem. Pag. 167.
[111] Ibídem. Pag. 152.
[112] Ibídem. Pag. 166.
[113] Ibídem. Pag. 152.
[114] Ibídem. Pag. 154.
[115] Ibídem. Pag. 152.
[116] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 163.
[117] Ibídem. Pag. 151.
[118] Ibídem. Pag. 153.
[119] Buch, Rita, “Antología de Historia de la Filosofía”, La Habana, 1985. Pag. 171.
[120] Ibídem. Pag. 164.
[121] Ibídem. Pag. 165.
[122] Ibídem. Pag. 165.
[123] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 162.
[124] Buch, Rita, “Antología de Historia de la Filosofía”, La Habana, 1985. Pag. 168
[125] Ibídem. Pag. 158.
[126] Ibídem. Pag. 172.
[127] Juan Martín Ruiz Werner, “Leucipo y Demócrito. Fragmentos”, Buenos Aires 1964. Pag. 175.