La Muerte de Pirro

Alguna vez has oído la expresión: victoria pírrica?

August 09, 2025
Ilustración por Iskra Ravelo (2025)

Alguna vez has oído la expresión: victoria pírrica? Se aplica a victorias tan costosas, que casi son derrotas. Pues la frase proviene de un general de la antigüedad: Pirro de Epiro. Fue considerado el mejor general de su época, por allá por el siglo III antes de Cristo. Era familiar lejano de Alejandro Magno. Llegó a ser rey Epiro y como dos veces de Macedonia (parece que era más fácil llegar a ser rey de Macedonia que conservar el título). Fue uno de los rivales más peligrosos de la República Romana durante sus primeros tiempos. Después de la primera batalla contra el naciente poder de Italia, exclamó famosamente: Otra victoria como esta, y estamos perdidos!

Pero esta historia no trata de Pirro, sino de un adoslecente y su madre. La historia no recuerda sus nombres. Los llamaremos Zópiro y Jantipa (la esposa de Sócrates, recordada por su mal carácter, viene a la mente). Vivían en Argos, una ciudad del Peloponeso, que según la tradición popular, era la más antigua de la Hélade. Siempre estaba en guerra con Esparta. Fue durante uno de estos conflictos que el padre y esposo, perdió la vida. Alcanzado por una flecha en el cuello. Murió como un hoplita, y sólo dejó su armadura como herencia.

Jantipa tuvo que hacerse cargo de todo en la casa. Sus ingresos no eran suficientes para hacer reparaciones. Las paredes y el techo amenazaban con desplomarse. En especial, las tejas dejaban boquetes por los que entraba el agua de lluvia a raudales. Alguna vez le ofrecieron vender la armadura, pero Zópiro dio tal perreta que la madre se abstuvo de cerrar el trato. Para conservar la herencia de su padre, y aunque era casi un niño, tuvo que buscar trabajo y lo encontró como ayudante en una carnicería. Así creció, acostumbrado al trabajo duro, y al uso del cuchillo. Descuartizando bestias y cargando sus restos sangrantes, desarrolló notable fuerza física. Aún no era un hombre del todo, pero ya podía adivinarse en él, la estampa de su padre.

Cuando no estaba atareado en su sangrienta profesión, se entregaba a fantasías no menos violentas. Jugaba con las armas de su padre: daba estocadas al aire, arrojaba la lanza de un lado a otro de la casa. Levantaba el inmenso escudo del suelo y trataba de llevarlo frente al pecho, como los hoplitas hacen para formar un falange. Soñaba con convertirse en un héroe como los guerreros Aqueos de antaño. Las imágenes de la Ilíada revoloteaban dentro de su cabeza (en la cultura griega, el poema de Homero era un texto fundacional, como lo es para nosotros la Biblia). Quería emular a Aquiles, y derrotar a un rey enemigo en batalla.

Fue entonces cuando Pirro empezó a hacer campaña en el Peloponeso. Intentó tomar Esparta por la fuerza. Pero la población de la ciudad le opuso resistencia. Una de las mujeres, que la historia recuerda con el nombre de Academia, llegó al consejo de la ciudad espada en mano, y exclamó que no deseaba continuar viva si Esparta caía. Inspirados por esta intervención, los espartanos construyeron trincheras y paredes de piedra, y lograron rechazar los ataques de Pirro.

Frustrado, el general se volvió a la vecina ciudad de Argos. El rey macedonio se encontraba en la vecindad, pero evitó la batalla frente a las murallas, porque su ejército era más pequeño. Durante la noche, un traidor abrió una de las puertas para permitirle a Pirro y un grupo de mercenarios ocupar el mercado de la ciudad. Los argivos sonaron la alarma y ocuparon la ciudadela. Enviaron mensajes pidiendo ayuda y como respuesta, tropas macedonias y un contingente de espartanos (que había estado persiguiendo al ejército de Pirro) entraron a la ciudad.

Al despuntar el sol Pirro se encontró en una situación desesperada. Todas las plazas fuertes de la ciudad estaban ocupadas por sus enemigos. Ordenó al resto de sus tropas, que permanecían a las afueras de la ciudad, que destruyera una sección de la muralla para poder escapar. Pero el mensajero confundió la orden y el resto del ejército marchó hacia adentro. La masa de hombres entrando chocó con los soldados en retirada, creando un tumulto enorme. Uno de los enormes elefantes africanos se atascó en la puerta; otro se volvió frenético e ingobernable, incrementando el caos. Pirro se batía en la retirada, tratando de organizar a sus hombres, mientras los argivos descendían sobre él.

La ciudad entera estaba envuelta en una nube de polvo. Los gritos y lamentos flotaban en el aire como si la atmósfera misma estuviera siendo acuchillada. El combate se oía cada vez más cerca. Y Zópiro, como un león acorralado, corría de la puerta a la ventana, murmurando nerviosamente. Una flecha perdida entró por la ventana y casi lo alcanza en el rostro. No pudo soportar más su encierro. Ante la mirada horrorizada de Jantipa y luego bajo una lluvia de gritos histéricos, el muchacho empezó a vestirse con las armas de su padre. Primero se puso la túnica, que le quedaba larga. Logró acomodarse la armadura sobre los hombros, y se aseguró de que estuviera firme, aunque los pliegues de la tela se desbordaran por todas partes. Con un trozo de soga, se ajustó la espada a la cintura. Se puso el casco emplumado, levantó el escudo y empuñó la lanza. Así dispuesto salió de la casa, como hoplita, donde un grupo de vecinos empezaba a congregarse.

Mientras los hombres se organizaban en la calle, Jantipa subió al techo. Desde allí podía ver sus desmañados intentos por formar una pared de escudos. Algunos de los vecinos tenían experiencia militar, pero la mayoría eran muy viejos o muy jóvenes. La línea no acababa de quedar recta, los escudo dejaban espacios por los que podían pasar las armas enemigas. Los muchachos se revolvían y los ancianos gritaban órdenes al vacío.

Antes de que estuvieran listos, llegó Pirro acompañado por sus mercenarios. Pasó frente a la línea de casas a caballo. Su inmensa figura coronada por el penacho del casco, sus armas relucientes como el oro, el enorme caballo negro, y la mirada torva del general sin suerte, fueron suficiente para que los vecinos se desbandaran. Zópiro miró a ambos lados y se dio cuenta de que se había quedado solo. Logró ver la sandalia de un vecino perderse en la boca de un callejón. Jantipa desde el techo gritaba: "Corre, corre!" Pero Zópiro no corrió. La sangre de su padre, y de los héroes Aqueos de un pasado ya entonces distante, latiendo en su corazón. Empuñó la lanza y la arrojó con todas sus fuerzas. Golpeó a Pirro en el pecho. Hiriendolo superficialmente a través de la armadura.

El general miró sorprendido en dirección al joven (que desesperadamente intentaba encontrar el mango de su espada bajo los pliegues de la túnica) y cargó contra él. El guerrero más famoso de la era, a todo galope, se abalanzaba sobre Zópiro, para obtener sangrienta venganza por la herida infligida. Jantipa gritaba desesperada en el techo: "Ay! Me lo matan! Me lo matan! Me lo matan!" Y en un solo movimiento arrancó una de las tejas sueltas y la arrojó contra Pirro. El proyectil lo alcanzó en plena cara, haciéndole perder el equilibrio y el control de la bestia. Zópiro sustrajo el cuerpo de un saltó y la masa del rey y su montura se estrellaron a sus espaldas contra la pared. Lo que no hizo la teja, lo terminó de hacer la caída y el choque contra el muro. Pirro quedó indefenso, tendido en el suelo.

La falange argiva, que había estado persiguiendolos, apareció al final de la calle: una pared de escudos erizada de lanzas, que ocupaba todo el espacio de un lado a otro. Los mercenarios comprendieron de inmediato que la batalla estaba perdida y se desbandaron. Pirro seguía paralizado, pero estaba consciente… Zópiro, que finalmente había logrado desenvainar la espada, decapitó a su enemigo a tajazos, como se descuartiza a un animal. Cuando sus compatriotas llegaron a su lado, él sostenía en alto la cabeza del afamado general, convirtiéndose de inmediato en un héroe de la ciudad.

En los años sucesivos le fueron otorgados numerosos honores. Eventualmente se convirtió en Strategos de Argos y uno de los personajes más influyentes en la asamblea de ciudadanos. Jantipa no volvió a mencionar la teja ni en conversaciones privadas. Y si bien nunca se mudó con su hijo cerca del ágora, insistió en que, al menos, le arreglaran el tejado. Los restos de Pirro fueron enterrados en el templo de Deméter. El nombre de esta diosa de la antigüedad se puede traducir como: diosa madre, o madre de la casa.

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